10 de Octubre del 2016
Tiwy.com
Los jóvenes que aprendieron a hacer política
Por ALBERTO ARCE //http://www.nytimes.com/es/2016/10/07/los-jovenes-que-aprendieron-a-hacer-politica-mientras-tumbaban-al-presidente-de-guatemala/
Una mañana soleada de octubre, un grupo de jóvenes se reúne en el salón para eventos sociales de uno de esos barrios limpios y silenciosos de clase media alta, cerrados por verjas y custodiados por guardias, que emergen entre el caos y la pobreza de las capitales centroamericanas.

Es la zona 15 de Ciudad de Guatemala. Y los jóvenes no se han dado cita para festejar, sino para hacer política.

Enfrente, a unos veinte metros, se alcanza a divisar el tejado de una vivienda de ladrillo naranja. De allí salió, el 2 de septiembre de 2015, el general Otto Pérez Molina, entonces presidente del país, para presentar su dimisión y comparecer ante el juez, acusado de dirigir una estructura corrupta que se apropiaba de dinero de las aduanas. Esa misma noche Pérez Molina dormiría en la cárcel, de donde nada indica que vaya a salir pronto. Su vicepresidenta ya estaba presa. Y después cayeron tras las rejas o huyeron gran parte de sus ministros.

Un año después, en este salón, se encuentran algunos de los mismos que entonces aprendieron a hacer política tumbando a un presidente. Jóvenes que impulsaron movilizaciones, que llevaron a miles de personas a las calles con sus convocatorias en redes sociales, que provocaron el movimiento popular más importante que han vivido Guatemala y la región centroamericana desde las guerras civiles que terminaron en la década de los noventa del siglo pasado.

Son miembros del movimiento #JusticiaYa (heredero del #RenunciaYa), un colectivo nacido de una etiqueta en redes sociales que, un año después, se ha consolidado como actor político en el país sin tener siquiera todavía personalidad jurídica. Y menos aun cómo financiarse.


Muchos lo llamaron entonces el comienzo de la “primavera centroamericana”. No lo fue. Para bien y para mal. Para bien porque no hubo violencia, como en los países árabes, aunque es imposible negar que ha provocado cambios políticos. Para mal porque esos cambios —de eso están convencidos— no son suficientes.

Lo que ellos sienten es parte de una sensación que se ha materializado entre los estudiantes chilenos; en España con la emergencia de Podemos; en Estados Unidos con la irrupción de Bernie Sanders; en Italia con los nuevos movimientos políticos; en Honduras, donde miles de personas durante todo 2015 —entre ellos muchos jóvenes y de clase media— salieron a las calles durante meses pidiendo que en el país se replicara el modelo guatemalteco de Comisión Internacional contra la Impunidad. Es el mismo impulso que hoy, en Colombia, lleva también a miles de ciudadanos frustrados por la victoria del No en el plebiscito sobre el acuerdo de paz, a reclamar un #AcuerdoYa en las calles.

Manifestantes del movimiento #JusticiaYa protestan contra la corrupción frente al Palacio Nacional en Ciudad de Guatemala el 20 de junio de 2015. Miles de personas salieron a las calles a exigir la renuncia del ahora expresidente Otto Pérez Molina.

Natalia, Allan, Jorge, Paula, Ana, Javier, Bris, Álvaro, Silvia, Potter, Rafa, Diego y Gabriel debaten ahora qué quedó de aquello, cuál es su futuro como movimiento y qué pasos deben dar. Discuten entre ellos del mismo modo en que han debatido con movimientos similares como Podemos en España o con los estudiantes chilenos. Participan, desde su “soleada caverna” —como el poeta salvadoreño Roque Dalton llamó a Centroamérica—, de una ola de indignación y cambios globales.

Álvaro Montenegro, un estudiante de Derecho de 28 años, mira con sorna hacia la casa del expresidente Pérez Molina y busca una metáfora con el paisaje de Guatemala, uno de los países con más volcanes en América Latina: “Aquí estalló un volcán y lanzó su lava. Estamos viendo cómo se solidifica, en qué dirección, con qué forma”.

Gabriel Wer, de 34 años, es el responsable de dinamizar esta reunión, que lleva un nombre maya, Kaban (palabra que designa el día del calendario en el que hay un cambio en medio de la incertidumbre) y un subtítulo: “Identidad y construcción del movimiento”.

Pone orden. Coloca grandes papeles blancos en las paredes que se llenarán de ideas a color durante las dinámicas de grupo y distribuye marcadores por las mesas. Pide que apaguen los teléfonos para mejorar la concentración. Son las nueve y quieren irse, puntuales, a la una.

Gabriel Wer, que trabaja en una empresa de ascensores, fue uno de los que a mediados de 2015 creó en Facebook una convocatoria que pedía la renuncia del presidente Pérez Molina sin esperar que tuviera mucho impacto. En pocos días, 40.000 personas habían anunciado que asistirían. Llegaron decenas de miles más y tomaron el parque central de Ciudad de Guatemala. Las concentraciones duraron meses. Terminaron en un paro nacional. El último día, hasta Mcdonald’s y Pollo Campero —una cadena de comida rápida local— dejaron por una tarde de ofrecer grasas a la población para que sus empleados pudieran sumarse.

Gabriel cree ahora que todo aquello tuvo un inicio “espontáneo, con ciudadanos sin experiencia específica, sin una postura ideológica concreta, sin organización”, que se pusieron de acuerdo sobre la marcha, “de manera ingenua, en torno a un tema evidente: la corrupción”.

El momento en el que se encuentran ahora, dice Gabriel, les abruma. “Pasamos de lo espontáneo a una necesidad de organización y relación con el resto de actores políticos del país”. Esa es su pelea. Después del éxito rotundo que tuvieron, muchas personas les escriben para colaborar con ellos. No saben cómo canalizarlo.

Un día antes de debatir con su propia organización, Gabriel había pasado varias horas junto a un grupo de activistas de distintos movimientos para una charla informal, repetida, sobre sí mismos y su papel en el país. Reunidos en la Casa Cervantes —un caserón colonial contiguo a la Casa Presidencial, donde en 2015 se comentaba lo sucedido tras cada marcha—, gozaban de la privacidad, los sillones y las cervezas necesarias para propiciar un diálogo abierto.


La primera en llegar fue Marcela López, una estudiante de comunicación de 20 años de la universidad privada Rafael Landívar. Hiperactiva, habladora hasta por los codos, López recuerda que lo que vivió durante la caída de Pérez Molina fue algo inesperado. “Muchos estudiantes desconocen totalmente la política y la sociedad. Pero en aquel momento les llegó la información política desde sus propias redes gracias a #JusticiaYa y no a los medios tradicionales”.

La política, dice, se convirtió en algo cool que podía verse en las redes sociales. Los estudiantes se involucran en las marchas, faltan a clases y se toman una foto para mostrarla y decir que estuvieron ahí. “La sociedad despertó con los estudiantes tirando del carro”, explica.

Donald Urízar es arquitecto y llega con un libro de poesía que acaba de publicar. Comienza a hablar y se emociona con el recuerdo de las protestas del año anterior. “Lloré al empezar todo porque me di cuenta de que éramos muy pocos los que salíamos a las calles en el interior. Pero, aquellos días, universidades privadas y públicas nos juntamos por primera vez. Terminamos con un quiebre histórico en el país, nos juntamos de la capital y el interior, de varias clases sociales. Pedíamos la renuncia del presidente y de repente nos sorprendimos hablando de reformar el sistema político, de la asamblea nacional, de la constitución. Fue un parteaguas”, dice.

Mynor Alonzo tiene 26 años y estudia Ciencias Políticas en la Universidad de San Carlos, la única universidad pública de Guatemala. A diferencia del resto, él viene de una historia de militancia tradicional marxista y la reivindica: “Aquí se perdió una guerra y nunca se pudo recuperar el país. Como institución, la universidad perdió esa guerra. En un punto de finales de los setenta, toda la universidad se vuelca a la lucha armada revolucionaria y hay más de mil muertos entre los cuadros de estudiantes”.

“En el interior del país también mataron a todos los directivos de las organizaciones de estudiantes”, interrumpe Urízar. “Pero ahora se ha validado de nuevo aquella lucha”.

Gabriela Carrera, politóloga, debate con compañeros de otras organizaciones en un bar del centro histórico de Ciudad de Guatemala. "Ya no podemos pensar como se pensó siempre. Estamos pensando en reunir ideas para crear algo nuevo".

Gabriela Carrera, que tiene 29 años y enseña pensamiento político en la Universidad Rafael Landívar, interrumpe de nuevo. Todos lo hacen. “Ya no podemos pensar como se pensó siempre. Estamos pensando en reunir ideas y crear algo nuevo. La política vuelve a ser emocional”, dice. Luego ríe, cómplice, y suelta, más bajito: “Hay parejas, desparejas, y aún estamos esperando a que salga el bebé producto de todo este grupo”.

Mynor se enfada. Pone calle y realidad. Suena a reproche, sin perder el cariño. “Ahora ustedes se dieron cuenta de que los periódicos estaban comprados y mentían”, dice. “La primera vez que yo entré en la terminal de buses en una marcha se me acerca una señora y me dice que su mamá tiene problemas en los riñones y que la clínica cerró. ‘¿Verdad que usted nos puede ayudar?’, me dijo. ¿Qué puedo hacer yo? ¿Tirarme a llorar?”.

Lo que hay que hacer, dice Mynor, es capitalizar el poder político ganado para participar y cambiar el país. Un país donde el 60 por ciento de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, y el 55 de los menores de cinco años sufren desnutrición crónica.

‘No somos ni un juguete ni un títere’

Al día siguiente, en el salón de eventos sociales frente a la casa del expresidente Pérez Molina, Gabriel explica que una de sus principales preocupaciones es abrirse a la sociedad. Repensarse como personas y como movimiento. “Los privilegios que tenemos no nos permiten ver muchas cosas”, dice.

El movimiento #JusticiaYa sigue estando formado mayoritariamente, como en sus orígenes, por jóvenes de una clase media urbana blanca y educada en un país de mayoría indígena. Gabriel recuerda los reproches de Mynor el día anterior. “Mientras más cómodo está uno es más difícil romper esa comodidad para acercarse a los problemas del resto”.

Para eso tienen que conocerse. Entonces Gabriel propone un ejercicio.

“Definan al indígena”, pide: “¿Qué oyeron sobre ese colectivo cuando eran niños?”.
De las respuestas salen estos rasgos: haragán y sucio.
“¿Del campesino?”. Poco educado y carente de recursos.
“¿De mujer y hombre?”. Que cada uno tiene un rol que le corresponde.
“¿De Dios?”. Que es todopoderoso.
“¿Del gobierno?”. Que es malo.
“¿De sexualidad?”. Que de eso no se habla.

Pasan a la dinámica del dibujo. “Dibújense, muchá”, pide Gabriel. “Qué somos y qué no somos”.

“No somos ni un juguete ni un títere”.
“Somos mano abierta, limpia y vacía. No buscamos nada más que el cambio”.
“Somos luz. Podemos marcar un camino”.
“Somos mesa redonda. Podemos ser los articuladores de un diálogo constructivo entre sectores”.

Gabriel se siente constructivo: “Ahora podemos organizar una respuesta”, dice.

Cuando Otto Pérez Molina renunció a su cargo se cumplió un sueño. Habían derrocado a un presidente, aunque no lo hicieron solos. Lo hicieron apoyándose en la investigación impulsada por la Comisión Internacional Contra la Impunidad (CICIG), promovida por las Naciones Unidas y dirigida por el colombiano Iván Velásquez y la fiscal general Thelma Aldana. Lo hicieron poniendo presión en las calles sobre los diputados, a semanas de las elecciones, para que le retirasen la inmunidad al presidente. Y pudieron hacerlo porque, de algún modo, el poderoso sector empresarial le retiró el apoyo a un gobierno que comenzaba a hacerles perder dinero.

Pero comenzaba también la travesía por el desierto por la que debe pasar cualquier movimiento que, siguiendo la lógica de ese volcán que estalla, luego tiene que ver como la lava se convierte en piedra. Cuando el movimiento se solidifica llega el momento, mucho más difícil, de esculpir.

Dibujo de un manifestante realizado por uno de los miembros de #JusticiaYa. Durante las dinámicas de grupo tratan de definir lo que son y lo que no son con la finalidad de construir la identidad del movimiento.

Alejandro Maldonado, el presidente provisional que asumió después de la renuncia de Pérez Molina, dijo en su discurso de asunción que los jóvenes no podían “dar por finalizada su tarea”, y que esa “generación que se alzó con los símbolos de la paz no puede estancarse ni acomodarse”.

Pese a sus palabras, su nombramiento simbolizaba lo que hoy sienten muchos en el país: que cuando despertaron, la corrupción seguía allí.

El presidente Maldonado, de 79 años, representaba los sectores más conservadores desde que fue elegido diputado en 1966 por primera vez en las filas de un partido, el Movimiento de Liberación Nacional, que siempre apoyó las juntas militares, para las que fue ministro y embajador.

Después del impulso inicial que llevó a la dimisión de Pérez Molina, decir que mil personas salieron a la calle cuando el congreso decidió, al fin, retirarle la inmunidad, sería demasiado. Cuando el juez Miguel Ángel Gálvez decidió enviar al expresidente a pasar su primera noche en prisión, apenas una docena de curiosos se agrupó en las esquinas para observar la comitiva de vehículos blindados que atravesó el centro de la capital.

La calma con la que los guatemaltecos se tomaron todo lo que sucedió desde entonces podría explicarse en que el cielo se abrió y cayeron toneladas de agua tropical que impedían salir a las calles. O porque, como creía entonces Gustavo Berganza, sociólogo y profesor universitario, “la estructura del poder es tan fuerte que no permite reformas reales, no digamos ningún cambio radical”.

Por si eso no fuera suficiente, el vencedor de las elecciones celebradas días después de la caída de Pérez Molina fue Jimmy Morales, un cómico sin ninguna experiencia política que triunfó con el lema “Ni corrupto ladrón” y llegó al poder rodeado de los miembros de la influyente y muy conservadora Asociación de Veteranos Militares de Guatemala.

Su figura sirvió para canalizar el descontento de la antipolítica, pero no pasó más de un año antes de que el hijo y el hermano de Morales, y el hijo de su vicepresidente, Jafeth Cabrera, se convirtieran en objeto de investigaciones abiertas por corrupción en el Ministerio Público. En Guatemala sorprende poco. No solo numerosos diputados están ahora bajo investigación por corrupción: un informe reciente de la Comisión Internacional contra la Impunidad creada por las Naciones Unidas en el país dijo que el hasta el 50 por ciento de la financiación de la política guatemalteca viene del crimen organizado.

La comisión de comunicación de la plataforma #JusticiaYa debate medidas para impulsar el movimiento y darle visibilidad en redes sociales.

Los miembros de #JusticiaYa no permiten que la pasión les arrebate la eficiencia. Para cada uno de los puntos de la agenda de la reunión hay un tiempo pautado, y cada vez que suena la alarma de un iPhone tratan de pasar al siguiente.

Cuando llega su turno, Javier Montenegro, ingeniero y especialista en Finanzas de 32 años, deja a su bebé de pocos meses junto a su madre y pasa a describir el panorama económico. Hay crisis y la parálisis política impide aprobar presupuestos. Sin presupuestos no hay gasto público y el consumo interno se retrae. Sin dinero para infraestructuras sube el precio de los alimentos en el interior del país y aumenta la conflictividad social. El debate sobre la reforma fiscal, explican, que este gobierno está desarrollando sin un consenso claro con los empresarios, puede constituir una oportunidad de posicionamiento.

Suena la alarma que marca el fin del análisis político. Llega el momento de la definición del movimiento.

“Tenemos que terminar el mapeo de actores para ver con cuáles nos podemos articular para retejer el hilo social que se desarticuló durante el conflicto armado”, anuncia Gabriel.

La cuestión militar atraviesa todo el debate, siempre. Por el papel que los militares aún juegan en la sociedad, en el gobierno de Jimmy Morales, y por el rol definitorio que la guerra y sus consecuencias —el miedo a la represión— juegan en los sentimientos de la generación que no la conoció.

Álvaro lo expresa sin tapujos: “La élite llega a cualquier lado con una posición perfectamente articulada y la defiende con todo. En los diálogos de la reforma constitucional vimos posiciones muy cerradas. Ante esto, nosotros debemos practicar el valor de la apertura para lograr cambios irreversibles a nivel nacional. Porque si los grupos criminales recuperan la fuerza que han perdido, en cinco años nos matan. Y no lo digo en términos metafóricos, sino reales”.

Esto sigue siendo Guatemala: jóvenes que, por un lado, han participado en los debates sobre la reforma de la carta magna y, por otro, tienen miedo de que los maten.

Cuando termina el momento del análisis político, Francisco Pérez, un publicista de 31 años, ayuda a sus compañeros a definir #JusticiaYa. Comienza: “Nos han dicho que somos un instituto de formación, una ONG, un partido político, un medio de comunicación… Y sobre cada una de esas ideas hay una serie de convencionalismos. Sobre eso vamos a trabajar. Vamos ponerlos sobre la mesa y vamos a elegir primero qué no somos para saber qué somos”.

Su lenguaje es profesional. Primero explica cómo hicieron en su agencia para vender una bebida energizante. Después sigue: “Hay una carencia que Guate necesita que nosotros cubramos. El año pasado este movimiento ofreció una forma de mostrar su indignación, de decir: ‘Muchá, ya basta’. Fuimos una reacción en contra de algo. La pregunta ahora es: ‘¿Qué necesita Guate que sea mejor y que nosotros podamos darle?’. Definir nuestra identidad va a ser un ejercicio largo”.

Se levantan de nuevo, serios, en dirección a los papeles pegados en las paredes. Escriben. Leen en voz alta. Votan.

El resultado son las tres ideas a profundizar para #JusticiaYa. Los partidos no son representativos, concluyen; los medios distorsionan la información; los movimientos sociales están manipulados y no tienen rumbo. Los institutos de investigación y sus análisis responden a las élites.

¿Qué pueden ofrecer ellos en concreto? Tras una nueva tormenta de ideas limitada a 10 minutos cortados con alarma, sale: “Cápsulas de Fact Checking (verificación de datos), un boletín informativo para estudiantes, participar en los medios transmitiendo opinión o crear memes informativos para circular en redes sociales”, resume Briseida Milián, que tiene 25 años y se dedica a la comunicación.

Y surge otro tema, relacionado: la implicación en política partidaria de los jóvenes indignados. “Si nos involucramos nosotros, reforzamos que la participación política vuelva a legitimarse. Tenemos que participar. Desatanizar la implicación política. Tenemos ideología, solo hay que sistematizarla. No queremos ser un partido político, pero tenemos que dejarle claro a la ciudadanía lo que vamos a hacer”.

Álvaro Montenegro introduce otro concepto del que todos hablan, universal: “Existe la creencia de que todo lo que sucede es una conspiración. Y eso solo se arregla con transparencia”.

Y Gabriel, por transparencia, plantea ante el grupo que están recibiendo propuestas desde el exterior. Fundaciones y organizaciones que quieren ayudarlos. Financiarlos, consolidarlos, liberar a alguno de estos estudiantes y jóvenes profesionales para el trabajo político.

Una sola persona se expresa y dice: “No”. Pero no clausuran la posibilidad. Solo que no es el momento de tomar una decisión.

Ese debate se pospone a futuro. Hasta la siguiente reunión.